Entre la conversión religiosa y el derecho

27/Jun/2011

El Observador, Correo de Ideas

Entre la conversión religiosa y el derecho

26-6-2011 El derecho a adoptar, no adoptar o cambiar de religión está reconocido en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Pero aún hay conversos del islam al cristianismo que sufren las consecuencias.
ACEPRENSA
También existen gobiernos como el de China, que pretenden decidir sobre la vida religiosa de sus ciudadanos.
En un artículo publicado en la revista Scripta Theologica -del que se ofrece una síntesis-, Ana María Vega, profesora de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Universidad de La Rioja, analiza cómo se ve el derecho a la conversión en el derecho internacional y en distintas religiones.
La religión apela no solo a las creencias o a una forma de vida individual o comunitaria; es también uno de los componentes esenciales de la identidad personal y colectiva de una parte importante de la humanidad. Con la globalización aparecen nuevos enfoques de viejos problemas sociojurídicos o geopolíticos relacionados con la religión. Entre otros, la necesidad de distinguir entre la discriminación y violencia por motivos relacionados con la religión o las creencias, y la discriminación y violencia en nombre de la religión o las creencias. Ambos tipos de discriminación repercuten en el derecho a adoptar, no adoptar o cambiar de religión, así como en el derecho a difundir las convicciones religiosas mediante el proselitismo, la evangelización o la actividad misionera.
Esos derechos pertenecen, respectivamente, a la dimensión interna y externa de la libertad religiosa; cada una de ellas con un alcance diferente pues la primera no es susceptible de limitación alguna, mientras que la segunda puede verse recortada en determinadas circunstancias. No obstante, ambas son merecedoras de protección jurídica en cuanto son exigencias inalienables de la dignidad humana que manifiesta “el deber y el derecho de todo hombre a buscar la verdad en materia religiosa”
En la noción de pertenencia religiosa confluyen tres ordenamientos jurídicos diferentes no siempre fácilmente armonizables: los derechos religiosos, los derechos estatales y el derecho internacional.
En todos estos instrumentos jurídicos el derecho a tener o a adoptar una religión o creencias, a no tener ninguna o a cambiar de religión o creencias forma parte del contenido esencial e inalienable del derecho de libertad religiosa, que no puede ser objeto de ningún tipo de limitación ni suspensión, ni siquiera en situaciones excepcionales.
Cualquier ley que prohíba o limite el derecho a cambiar de religión sería contraria a las normas internacionales de derechos humanos.
El derecho a cambiar de religión aparece mencionado en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y el Convenio Europeo para la Protección de Derechos Civiles y Políticos (Roma, 1950), pero no en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 ni en la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o las convicciones de 1981.
Ya en la Declaración Universal de 1948, el derecho a cambiar de religión se aprobó con la abstención de Arabia Saudita y las reservas de Afganistán y Egipto, que esgrimieron que en sus países ese derecho se regiría por la ley islámica. En los países islámicos el abandono del islam no está reconocido como una dimensión del derecho de libertad religiosa.
Las violaciones y las limitaciones del derecho de una persona a tener o adoptar una religión de su elección son muy frecuentes, según la relatora especial de Libertad Religiosa y de Creencias.
El proselitismo es una de las manifestaciones de la libertad religiosa que genera más desconfianza y con más difícil encuadre jurídico. Las reticencias para reconocer el proselitismo han procedido tradicionalmente de Estados que profesan una religión oficial e imponen la ley religiosa como ley civil (por ejemplo, los países islámicos), o bien adoptan una ideología oficial atea y, por consiguiente, hostil al hecho religioso (China, Corea, Vietnam), o países que persiguen salvaguardar la unidad nacional protegiendo su identidad cultural y religiosa de injerencias externas, como acontece en Grecia o en algunos países africanos.
La configuración jurídica del derecho a la libertad religiosa constituye un “punto de llegada” para la civilización occidental, inspirada y radicalmente transformada por el cristianismo. Pero el pleno reconocimiento de este derecho humano sigue siendo un verdadero desafío para algunas civilizaciones orientales, como la islámica, y para algunos Estados ateos como Corea, China y Vietnam.
El consenso universal alcanzado respecto del derecho a cambiar de religión es tan débil porque es ajeno a las diferentes concepciones de libertad religiosa y del modo de entender la relación entre el poder político y la religión subyacentes en las diferentes culturas y ordenamientos jurídicos estatales.
Un rasgo común
Los derechos judío, canónico e islámico comparten un rasgo común: los tres fundan su legitimación última en la voluntad divina, y no en la voluntad humana, como sucede en los ordenamientos seculares.
El derecho de libertad religiosa es un concepto moderno, indisociable del derecho a la igualdad y no discriminación, que junto a la distinción de los poderes político y religioso constituyen los pilares de la laicidad estatal.
Este patrimonio de la modernidad hunde sus raíces en la afirmación cristiana de la intrínseca bondad, racionalidad y autonomía de las realidades terrenas. Los asuntos temporales, la política y las instituciones jurídicas de la ciudad terrena responden a una lógica interna, autónoma e independiente de la religión. Estos principios distinguen al cristianismo de todas las civilizaciones antiguas, incluido el judaísmo y el islam.
No obstante, afirmar sin mayores precisiones que el cristianismo ha reconocido y defendido siempre el derecho de libertad religiosa supondría simplificar el largo y tortuoso proceso histórico que ha sufrido este derecho en la civilización occidental y, más concretamente, en la aceptación por parte de la Iglesia Católica del proyecto liberal, constitucionalista y laico.
La evolución dentro de la Iglesia Católica en los dos últimos siglos en esta materia culmina en el Concilio Vaticano II. La Declaración sobre libertad religiosa ya no se centra en el derecho de la verdad sino en el derecho de la persona a seguir la propia conciencia en materia de práctica religiosa, libremente y sin injerencia ni coerción alguna, aun en el caso de que su conciencia sea errónea desde el punto de vista de la verdad religiosa.
Mientras tanto, la libertad religiosa en el derecho islámico se entiende como libertad para poder cumplir con las obligaciones que la ley prescribe. Por ese motivo, se señala como deber de los Estados islámicos facilitar los medios materiales y morales a las minorías musulmanas que residen en países extranjeros. Pero este planteo conlleva un reconocimiento diferenciado de los derechos humanos según las creencias, de manera que el estatuto de los no musulmanes es más próximo a la tolerancia que a la plena libertad religiosa: no son iguales a los musulmanes sino únicamente tolerados, en el mejor de los casos. Por lo general, sus ordenamientos solo garantizan la libertad de culto -no la libertad religiosa- y únicamente a quienes profesan las religiones del Libro.
El judaísmo mantiene una posición intermedia, muy condicionada por el carácter nacional y étnico de la religión. Su rasgo más peculiar radica en la exclusión de todas las demás religiones y el rechazo de cualquier tipo de sincretismo o asimilación, así como ser una religión esencialmente no proselitista.
La ley judía, al igual que la ley islámica, no admite la categoría de libertad religiosa reconocida en la Declaración Universal de 1948.
Los tres derechos religiosos proclaman expresamente la libertad para adherirse a la verdad religiosa mediante la conversión y proscriben el uso de la coacción. Sin embargo, la propagación de las propias creencias no tiene el mismo alcance en cada una de las tres religiones (se nace judío o musulmán, y se llega a ser cristiano). Como tampoco la libertad para abandonar las propias creencias.
El Estado debe garantizar en el ámbito del derecho público y del derecho privado, tanto la entrada como la salida de las confesiones religiosas, también en aquellas donde no hay procedimientos jurídicos para la declaración de salida. Ahora bien, estas garantías jurídicas deben respetar al mismo tiempo la autonomía interna de las confesiones.